Jaime Barrientos González

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13 ene 2010

Menores en "el nido del cuco"


La ONU da un aviso a España por la administración de psicofármacos en los centros de reformaLos calmantes y otros medicamentos se han convertido en las ‘camisas de fuerza’ de los centros de menores. Cuestionados por los suicidios y las denuncias de abusos y maltratos, ahora están bajo sospecha por la utilización abusiva de fármacos como método de castigo o de contención para los chicos más conflictivos. La utilización de psicofármacos –ansiolíticos, tranquilizantes, antidepresivos…– en los centros de menores españoles como forma de castigo, medida de contención y hasta de coacción ha llegado a Naciones Unidas. El pasado mes de noviembre, el Comité contra la Tortura de la ONU volvió a mostrar al Gobierno español su inquietud por los episodios de aislamiento que se producen en estos centros y por “una administración de fármacos que se realizaría sin adecuadas garantías”. Eso, sin contar con los suicidios o las denuncias por abusos y malos tratos, que han puesto a estas instituciones –sobre todo, las gestionadas por manos privadas– en el punto de mira de las organizaciones de derechos humanos. “Me ponían hasta la bola de pastillas. Nunca me dijeron qué eran ni para qué servían; un educador me comentó que una de ellas era Trankimazin [un fuerte ansiolítico que tiene como efecto secundarios el adormecimiento]. Se me caía la baba. Me fueron dando cada vez más, incluidos protectores del estómago porque las pastillas eran muy fuertes y me provocaban diarrea. Cuando salí, en abril de 2008, me dieron un paquete con pastillas para que poco a poco me las fuera quitando. Las tiré a la basura y me dio mucho mono, insomnio y nervios”. Quien relata su experiencia es J., un chaval que estuvo interno en el Centro de Reforma de Pi i Gross, en Castellón. Josep Alfons Arnau Sánchez, educador social, ha alertado en un documentado informe de los peligros de utilizar “profusamente” psicofármacos en los centros cerrados. “Se tiende a sustituir el tratamiento educativo-terapéutico por la contención química vía neurolépticos y medicación psiquiátrica”. Arnau sostiene que en algunos módulos de los centros catalanes, más del 60 por ciento de los chicos internados toman fármacos antipsicóticos (Risperdal, Zyprexa, Haloperidol, Sinogan…), “y casi el 90 por ciento consumen antidepresivos, ansiolíticos e hipnóticos. El principal problema es que en su mayoría estos adolescentes no habían tomado antes este tipo de medicación”. Una de las razones esgrimidas para la distribución de estos psicofármacos es el control de los episodios de violencia dentro de los centros. “Contener con neurolépticos y demás medicación psiquiátrica es, cuando menos, una mala práctica médica por parte de los psiquiatras que los prescriben. Y dejación profesional e incluso conducta temeraria de los educadores sociales que, sin ninguna formación, suministran las tomas”, añade este educador. La mayoría de estos fármacos no están indicados para la contención, sino para la esquizofrenia, los síndromes maniacos de ansiedad, la depresión, el insomnio… Según el informe “Si vuelvo, ¡me mato!”, presentado por Amnistía Internacional el pasado diciembre, se está violando el derecho a la salud de estos niños, “a quienes se suministran psicofármacos con una finalidad sancionadora y no terapéutica”. En muchos de los centros se abusa de los tranquilizantes –una medicación forzosa a la que no pueden negarse los menores– como forma de castigo o simplemente “para que no molesten”, explica otro ex trabajador. “Incluso hay educadores que disuelven los tranquilizantes en la comida, sin supervisión ni prescripción médica alguna y sin informar a los menores”, explican las mismas fuentes. Los menores tienen derecho a conocer su diagnóstico y tratamiento si han cumplido más de 12 años, pero no reciben información sobre los fármacos que se les obliga a ingerir. “La situación se agrava por la constante rotación de profesionales, la escasez de recursos apropiados para mejorar infraestructuras y la falta de centros terapéuticos”, asegura Francisco Lara, presidente de la Plataforma de Infancia. Patricia, madre de un chaval internado, cuenta que su hijo entró en el centro de reforma de Los Alcores, en el municipio sevillano de Carmona, en el verano de 2008 y estuvo hasta febrero de 2009. “Le diagnosticaron psicosis esquizofrénica o crónica cuando tenía 16 años. Cuando entró, le dieron Zyprexa, Akineton, Trankimazin y Risperdal. Nunca me dejaron hablar con el médico del centro, ni nos indicaron qué medicación le daban, pero decían que estaba pautada por un médico. Pero allí no hay psiquiatra, la medicación se la daban los educadores. Cuando iba a verle, a veces se le caía la baba. Estaba drogado”. El hijo de Patricia pasó en pocos meses de pesar 95 kilos a 140. “Le subió el colesterol, el ácido úrico… Estaba todo el día encerrado”. Un educador empleado en un centro de Castilla-La Mancha envió una misiva a la asociación Prodeni en la que denunció que “la negligencia es constante, llegando al caso de suministrar fármacos psiquiátricos caducados hace tres años, o a suspender tratamientos porque nadie iba a comprar los medicamentos”. J., el joven interno en el centro de Pi i Gross, también recuerda que engordó “un montón”. “Casi todos estábamos gordos –explica–. Cuando me negué a tomar las pastillas, me sancionaron: estuve en aislamiento, una vez hasta cuatro días. Los educadores no pegaban; pero los vigilantes, sí. Sacudían bien, sobre todo a los inmigrantes, que no sabían hablar español y no tenían familia”. Un ex educador de Los Rosales, en una carta remitida al Defensor del Pueblo, contó que durante su permanencia en este centro madrileño vio como “la medicación se dejaba en grageas en las bandejas, en el sitio destinado para los cubiertos, para que el interno se la tomara. Era una administración incorrecta. Cuando entré, pensaba que tenían una intervención psicológica individualizada, pero no era así”. La administración como método de contención ha convertido los fármacos psicoactivos en camisas de fuerza químicas. En el centro de Picón del Jarama (Madrid), los chicos denunciaron haber sido obligados a ingerir sedantes y antipsicóticos sin ser diagnosticados por un médico, que pasan meses sin ver al psiquiatra que prescribe las pastillas, o que las dosis son irregulares dependiendo de las “existencias del centro”, lo que produce síndrome de abstinencia y otros efectos. El educador Josep Alfons Arnau cree que se está convirtiendo a los educadores en “meros controladores normativos y en expendedores de pastillas de contención química”. Y reconoce haber sido testigo de cómo se confundían pastillas de Risperdal con cápsulas de Valeriana. “No estamos facultados para suministrar medicación psiquiátrica y deberíamos negarnos a ello por ética profesional”, concluye. Esteban Beltrán, director de Amnistía Internacional, ha explicado que “cualquier medida sobre medicación forzada, sobre sometimiento a contención física o sobre celdas de aislamiento no tiene supervisión judicial ni fiscal, con lo cual estas medidas dependen al final del criterio de cualquier miembro del personal”. Gonzalo, psicólogo experto en el trabajo con menores que ayudó a poner en marcha las instalaciones de Cango, en Tacoronte (Tenerife) y gestionadas por la fundación O’Belén –una de las entidades más cuestionadas–, coincide en que se abusa de la medicación: “Les suelen diagnosticar muy rápido trastornos disociales, enfermedades que son un cajón de sastre en el que se mete todo. No todos estos niños tienen problemas mentales, pero se les medica para que estén tranquilos”. Otra psicóloga especialista en clínica infantil que trabajó en un centro abierto de reforma explica que “entre el consumo de sustancias legales con receta y el consumo de sustancias ilegales que los menores consiguen se conforma un cóctel de reacciones paranoides que provocan agresividad y un cortocircuito neuronal”. Durante su comparecencia ante la Comisión Congreso-Senado en 2009, el Defensor del Pueblo, Enrique Múgica, declaró que en la mayor parte de los centros investigados no se está trabajando en la salud de los menores y censuró la falta de psiquiatras infantiles. Múgica advirtió a los parlamentarios que la solución no es atiborrar a los chicos con pastillas: “Para garantizar la seguridad en momentos de descontrol, existen las ‘salas de reflexión’ o ‘salas de baja estimulación’”. Y añadió que la soledad puede llegar a ser tan honda durante el aislamiento que los niños “reclaman a veces una medicación que les ayude a soportar la angustia del emparedamiento”. Desde los centros se precisa que la medicación sólo se dispensa con permiso del menor, pero en algunos, como en el de Can Rubió, se recurre a la apostilla “con excepciones”. En Picó del Jarama (Madrid), los menores aseguran que les obligan. ¿Qué sucede con la salud de los menores tras una ingesta continuada de psicofármacos? Una de las características más comunes de los ansiolíticos, hipnóticos, antidepresivos y neurolépticos reside en su capacidad para atravesar la barrera hematoencefálica –protección natural del cerebro frente a sustancias extrañas– y su capacidad de adicción, sobre todo en el caso de benzodiazepinas como el Trankimazin. En los últimos siete años, 14 niños y adolescentes han muerto en centros de la Administración y subcontratas. Pocos fueron los que saltaron a la luz pública. En abril de 2009, Saray, una niña de 14 años, falleció después de tirarse de un vehículo en marcha cuando regresaba al centro de menores Casa Joven, de Azuqueca de Henares (Guadalajara). Y lejos queda el caso de Dunia, de 17 años, quien se suicidó después de tres intentos previos. En junio de 2004, apareció ahorcada, atada con una sábana a las rejas de una ventana del centro de menores catalán Els Til·lers.Artículo de Jaime Barrientos, publicado en Interviú